En cierto hermoso bosque de Asia, un árbol silvestre, cubierto de frutos maduros, servía de punto de reunión de las aves, que allí cantaban rebosando placer, y era entonces su repostería preferida.
Pasó un jardinero de los imperiales palacios, y recogió unos pocos de los frutos, con gran disgusto de la multitud alada, que veía disminuidas sus golosinas.
Fueron colocadas las semillas en macetas con tierra, a la que se había mezclado algún mantillo, y recibían con regadera el agua necesaria.
Germinaron las plantitas y al principio su vida fue fácil y grata, porque pasaban el estío en el umbral del jardín, defendidas del ardor de los rayos solares y la estación helada en el invernadero, donde no les molestaban los fríos, ni el viento les imprimía dolorosos vaivenes.
Sin embargo, llegó un día en que las inocentes plantitas sufrieron la pena impuesta a los grandes criminales, pues fueron decapitadas... para injertarlas.
Al pronto creyeron morir, mas se salvaron al fin, porque las raíces dieron agua y jugos de la tierra a las yemas del injerto, y además disponían de algunas substancias orgánicas, de esas que los arbolillos depositan a prevención en las celdillas de su tronco, convertidas en almacenes bien provistos, para la época de escasez.
Así se transformaron las yemas en ramillas con hojas, y éstas preparaban substancia vegetal, que enviaron a las raíces, para que pudieran ramificarse, producir nuevos pelos absorbentes y tomar más savia para las hojas.
Pronto las raíces llegaron a la impenetrable barrera de tierra cocida que forma las macetas, y se vieron obligadas, muy a pesar suyo, a rodear las paredes, a manera de ovillo, lo que no dejaba de serles molesto.
Desde entonces empezaron a sufrir escaseces; apenas se les proporcionaba el agua y el alimento indispensables para que no se mustiasen los pobres vegetales, que ya vivían, contrahechos, pues el objeto del jardinero era que permanecieran siempre enanos.
A pesar de su pequeñez, uno de ellos llegó a producir algunas flores, lo que halagó su vanidad, y luego se regocijó más cuando se transformaron en bellos frutos. Esto satisfizo al arbolillo, porque esperaba que acaso alguno de los huesos se desarrollaría al aire libre, produciendo una planta que no hubiera de soportar los tormentos y estrecheces de su progenitor, primero degollado, siempre medio emparedado y con el disgusto además de no ser un árbol, sino dos medios árboles, porque a la mitad superior no agradaban los jugos que le daba la otra mitad, ni a las raíces los manjares preparados para ellas por los granos de clorofila de las hojas, que son las cocinas de las plantas, aunque otros, con más propiedad sin duda, los llaman pulmones y estómagos de los vegetales.
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