PLANTAS MÁGICAS

miércoles, 13 de marzo de 2019

LAS HOJAS CAÍDAS QUE NOS ENSEÑAN A MORIR


A primeros de octubre, las hojas sue­len empezar a caer, en sucesivos chaparrones, tras una lluvia o una helada; pero la principal cosecha de hojas, el summum del otoño, suele ser alrededor de la mitad del mes.

Alguna mañana de esas fecha, quizá nos encontremos con la ma­yor helada nunca vista y, cuando empieza a soplar el viento matinal, las hojas caen a cha­parrones más densos que nunca. Forman repentinamente un lecho o una alfombra espesa sobre el suelo que, con la suave brisa o incluso sin viento alguno, tiene la forma y el tamaño del árbol de arriba. Algunos árboles, como el nogal americano, parecen desprenderse de sus hojas instantáneamente, como un soldado que baja las armas ante una orden. Y las del nogal americano, como aún son amarillas brillantes, aunque marchitas, reflejan un resplandor lu­minoso desde el suelo donde yacen. Caen por todas partes al primer toque de la varita má­gica del otoño y suenan como gotas de lluvia.

 
Por el contrario, después de un tiempo hú­medo y frío, notamos la cantidad de hojas que han caído durante la noche, aunque aún no sea el toque que hace caer las hojas del arce de Canadá.
 
 



Las calles están cubiertas por una capa espesa de trofeos, y las hojas caídas de los olmos crean un pavimento oscuro bajo nues­tros pies. Tras uno o varios días especialmente cálidos del veranillo de San Martín, percibo que es el calor inusual lo que provoca, más que nada, la caída de las hojas, quizá cuando no ha habido ni lluvia ni heladas durante un tiempo. El calor intenso las madura y mar­chita repentinamente, igual que ablanda y pone a punto a los melocotones y otras frutas y las hace caer.
 
Las hojas del arce rojo tardío, brillantes aún, están esparcidas sobre la tierra, con frecuencia un fondo amarillo con manchas rojas, como manzanas silvestres, pero sólo conservan esos colores sobre la tierra uno o dos días, especialmente si llueve.
 
Cruzo por pasos elevados rodeados de árboles por doquier, todos des­nudos y oscuros, después de haber perdido su ropaje brillante; pero allí yace, casi tan bri­llante como siempre, a un lado del suelo, di­bujando una figura tan regular como antes so­bre el árbol.
 
Preferiría decir que observo los árboles así, estirados sobre la tierra, como una sombra de color indeleble, que me invitan a buscar las ramas que los sostienen. Una reina se sentiría orgullosa de caminar sobre estos ár­boles gallardos que han extendido un manto brillante sobre el lodo. Veo unos carros pasar por encima de ellos como una sombra o un re­flejo, y a los cocheros prestarles tan poca aten­ción como antes a sus sombras.

Los nidos de los pájaros en los arándanos y otros arbustos, y en los árboles, ya están lle­nos de hojas marchitas. Han caído tantas en el bosque, que una ardilla no puede correr tras una nuez sin que la oigan. Los niños las rastrillan en las calles, sólo por el placer de tratar con un material tan fresco y crujiente. Algunos barren los senderos y los dejan escrupulosamente limpios, para quedarse a mi­rar el siguiente soplo que esparza nuevos tro­feos.
 
El suelo está cubierto por una capa espesa y el Lycopodium lucidulum de pronto parece más verde allí en medio. En bosques densos, las hojas cubren a medias las charcas de quince a veinte metros de largo. El otro día, apenas pude encontrar un manantial que conocía bien, y hasta llegué a sospechar que se había secado, porque estaba completa­mente oculto bajo las hojas recién caídas. Y, cuando las aparté y aquél quedó a la vista, fue como golpear la tierra con la vara de Aarón para que apareciera un nuevo manantial.
 
Los terrenos húmedos junto a los pantanos pare­cen secos cubiertos de hojas. En uno de ellos, donde estaba investigando, creía que iba a pi­sar sobre una orilla frondosa, y metí el pie en el agua a más de treinta centímetros de profundidad.

Cuando voy al río al día siguiente de la gran caída de hojas, el dieciséis, me encuentro con mi barca toda cubierta, fondo y asientos in­cluidos, por las hojas del sauce dorado bajo el que está amarrada, y zarpo con una carga que cruje bajo mis pies. Si la vacío, mañana volverá a estar llena. No las considero desperdicios que haya que tirar, sino que las acepto como paja o una esterilla apropiada para el fondo de mi carruaje.
 
Cuando entro en la embocadura del Assabet, que es boscoso, toda una flota de hojas me recibe en la superficie, como si estu­vieran saliendo del mar, con espacio para dar bordadas; pero, junto a la orilla, un poco más allá, son más espesas que la espuma y casi lle­gan a ocultar el agua a lo ancho de cinco me­tros, debajo y entre los alisos, los cefalantos y los arces, perfectamente secas aún, livianas y con la fibra tensa; y, en un recodo rocoso, donde se reúnen y el viento de la mañana las detiene, a veces forman una especie de media luna amplia y densa que cruza casi todo el río.
 
Cuando viro la proa hacia allí y la ola que forma las golpea, oigo el placentero susurro que producen estas sustancias secas al entre­chocar unas con otras. A menudo es sólo esta ondulación lo que permite ver el agua que hay debajo. Este susurro también delata cada mo­vimiento de la tortuga de bosque en la orilla. Incluso en medio del canal, cuando aumenta el viento, las oigo silbar con un susurro. Más arriba, giran y giran lentamente en un gran re­molino que forma el río, a la altura de las coníferas, donde el agua es más profunda y la co­rriente las arrastra a la orilla.

Tal vez, por la tarde de aquel día, cuando las aguas están perfectamente calmas y llenas de reflejos, remo con suavidad por el brazo prin­cipal y, río arriba por el Assabet, llego a una caleta silenciosa, donde inesperadamente me veo rodeado por millares de hojas, como si fueran compañeras de viaje con el mismo pro­pósito, o falta de propósito, que yo.
 
Mirad esa gran flota de hojas-barco dispersas entre las que remamos por la bahía de este río plano, cada una de ellas curvada hacia arriba gracias al talento del sol, cada nervadura rígida, como las canoas de piel, con todos los posibles dibujos, probablemente como la barca de Caronte navegando entre las demás, algunas con proas y popas elevadas, como los majestuosos navíos de la antigüedad, que avanzaban despa­cio sobre las aguas mansas, o como las densas ciudades flotantes chinas, en las que uno se pierde como al entrar en alguna feria de Nueva York o de Cantón, por lo abigarrado del conjunto. ¡Con qué suavidad han sido de­positadas sobre las aguas! Sin ninguna violen­cia, aunque, quizá, algunos corazones palpi­tantes estuvieron presentes en la botadura. Hay también patos coloridos, el espléndido pato americano, que a menudo sale a navegar entre las hojas pintadas, corbetas de un mo­delo aún más noble.

¡Qué saludables tisanas habrá ahora en los pantanos! ¡Qué generosos aromas medicinales de las hojas en descomposición! La lluvia que cae sobre las hierbas y las hojas recién secadas que llenan las charcas y las zanjas en las que han caído limpias y rígidas pronto se conver­tirá en una infusión —tés verdes, negros, ma­rrones y amarillos, de todos los grados de intensidad—, con fuerza suficiente para poner a toda la naturaleza a cotillear. Las bebamos o no, estas hojas, antes de que se extraiga toda su sustancia, secadas en la gran tetera de la natu­raleza, tienen unos tonos tan delicados y puros como los que han hecho famosos a los tés orientales.

¡Cómo se mezclan todas las especies, robles y arces, castaños y abedules! Pero la natura­leza no se recarga de ellas; es un perfecto granjero que las almacena a todas.
 
¡Imaginad qué inmensa cosecha es derramada cada año sobre la tierra!
 
Ésta, más que ningún grano o semilla, es la gran recolección del año. Los ár­boles devuelven a la tierra con intereses lo que han tomado de ella. Están a punto de añadir una capa de hojas a la profundidad del suelo.
 
Mientras converso con un hombre que me habla sobre el azufre y los costes de trans­porte, pienso que de esta bella forma la natu­raleza obtiene el mantillo. Gracias a esta descomposición todos somos más ricos. Me interesa más este cultivo que el césped inglés o el grano. Prepara el humus virgen para futuros maizales y bosques con los que la tierra prospera. Mantiene nuestra casa en buenas condiciones.

En cuanto a diversidad de belleza no hay cultivo que pueda comparársele. Aquí no se trata sólo del mero amarillo de los granos, sino casi de todos los colores que conocemos, sin exceptuar el azul más brillante: el arce tem­prano ruborizado, el zumaque venenoso enarbolando sus pecados escarlata, la morera, el rico amarillo cromado de los álamos, el rojo brillante de los arándanos que pinta el fondo de las montañas. Los toca la helada y, con el soplo más ligero del retorno del día o la sacu­dida más leve sobre el eje de la tierra, ¡mirad qué lluvia de colores cae de ellos!
 
La tierra está engalanada. Y, a pesar de todo, las hojas siguen viviendo allí en el suelo, a cuya fertilidad y vo­lumen contribuyen, y en los bosques de los que vienen. Caen para elevarse, para subir más alto en los próximos años, por medio de una química sutil, trepando por la savia a los árbo­les y a los primeros frutos que caen de los ár­boles jóvenes, trasmutadas al fin en una corona que, al cabo de los años, las convierte en el monarca de los bosques.

Es agradable caminar sobre este lecho de hojas fresco y crujiente. ¡Con qué belleza se retiran a su sepultura! ¡Con qué suavidad ya­cen y se convierten en mantillo, pintadas de mil colores, perfectas para ser el lecho de no­sotros, los vivos. Así desfilan hacia su última morada, ligeras y juguetonas. No caen sobre las hierbas, sino que corretean alegres por la tierra, eligen un terreno, sin vallas de hierro, susurrando por todos los bosques de los alre­dedores. Algunas eligen el sitio donde hay hombres que yacen debajo enmoheciendo y se reúnen con ellos a medio camino. ¡Cuántas re­volotean antes de descansar en silencio en sus tumbas!
 
Ya han volado tan alto que vuelven al polvo con enorme satisfacción y se depositan allí abajo, resignadas a yacer y a descompo­nerse al pie del árbol para ocuparse de la alimentación de las nuevas generaciones de su especie y volver a ondear en lo alto.
 
Nos ense­ñan a morir.
 
Uno se pregunta si llegará el mo­mento en que los hombres, con su presuntuosa fe en la inmortalidad, yazcan con la misma elegancia y madurez, y, en un veranillo de San Martín como aquél, se desprendan de sus cuerpos como de sus cabellos y sus uñas. Cuando caen las hojas, toda la tierra se con­vierte en un agradable cementerio al que en­trar. Me encanta pasear y cavilar sobre sus se­pulturas. Aquí no hay epitafios vanos. ¿Y qué si uno no tiene su sepulcro en Mount Auburn? La tumba seguramente estará preparada en algún rincón de este extenso cementerio, consagrado desde tiempos inmemoriales. Aquí no hace falta asistir a una subasta para asegurarse un sitio. Hay suficiente lugar.
 
Las prímulas florecerán y el pájaro de los aránda­nos cantará sobre vuestros huesos. El leñador y el cazador serán vuestros sacristanes, y los niños pisarán los canteros tanto como quieran.
 
Entremos en el cementerio de las hojas... el auténtico cementerio de la floresta.

Henry David Thoreau
De Colores de otoño (1862)



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